Desde que me metí de lleno en el gatomundo son muchas las historias que me han llegado, de un modo u otro, sobre humanos y felinos. Y ya tenía yo ganas de compartir alguna de ellas con vosotros. En esta ocasión, de Susana. Persona a la que admiro y quiero por igual a pesar del poquito tiempo que nos conocemos y los más de ochocientos kilómetros que nos separan.
Yo hoy no quiero explayarme mucho más, pues es su momento. Y os daréis cuenta leyendo sus palabras. Gracias por compartirlas conmigo.
(Acompaño el texto con fotito de Lenin, ahijado de Susana. Y ni por un segundo penséis que es obra mía, que yo arte para la fotografía no tengo. La culpable de tanta belleza es mi compi, ElenaKaede.
Y el propio Lenin, por supuesto.)
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Mi primer
gato era un gato tan especial que ni siquiera fue mío.
Era yo tan
pequeña que no pasaba del calificativo de insignificante y era tan
de pueblo que mi abuela decía que era como las amapolas. Había
nacido y vivía en una casita perdida en mitad de un montón de
prados en cualquier lugar de Asturias. Antes de encontrar a mi primer
gato ya había conocido a muchos más mininos. Todas las familias
tenían varios y entonces tenían un estatus especial muy por encima
de ser tan solo animales de compañía. Eran expertos cazadores de
ratones y, en reconocimiento a tal trabajo de desratización
hogareña, se les atendía, mimaba y daba de comer como si fueran de
esos miembros de la familia que realizan una importante colaboración.
Ninguno de estos fue mío aunque era a mí a quien acudían para
alguna caricia esporádica y casi todos preferían el regazo cálido
del abuelo que podía estar horas sin moverse con tal de no
molestarles a ellos.
Mi primer
gato, que en ningún momento fue mío, era un gato salvaje. Era
salvaje no porque viviera en la calle como ocurre con muchos de los
que ahora deambulan por las ciudades sin hogar, era salvaje como un
tigre en la selva o un águila sobre las montañas. Era tan
intensamente negro que cuando hacía sol su pelo brillaba como el más
puro azabache y tenía los ojos tan verdes que, de no haberme visto
reflejada en sus pupilas, habría pensado que más que ojos eran
transparentes y bellas esmeraldas.
Aparecía de
cuando en cuando y se posaba sobre un muro que cercaba la casa en una
postura que transmitía puro orgullo y dignidad felina hasta tal
punto que era imposible ignorarlo y no pararse a admirarlo. Yo apenas
respiraba mientras le observaba sin pestañear, esperando en cada
ocasión que tardara todo el tiempo posible es irse corriendo tan
rápido que ni mi mirada podía seguirle. Se convertía en su huida
hacia la aventura de su vida en apenas una mancha negra sobre el
prado verde saltando con una sutil ligereza todo tipo de obstáculos
naturales.
Mi primer
gato, que nunca fue mío, era más bien de mi madre y era a ella a
quien venía a ver. A ella sí la permitía acariciarle encorvando su
largo lomo y lamiendo sus manos blancas y suaves y ella premiaba sus
visitas con cualquier suculento manjar que él comía sin dejar de
mirarla directamente a los ojos. Ella no le puso nombre alguno porque
no quería limitar su infinita libertad y jamás intentaba que se
quedara o lo llamaba cuando decidía irse. A veces yo discutía con
ella con mis argumentos de niña porque siempre decía que no a
cualquiera de mis ideas peregrinas para convencer a tan hermoso
animal de que era mejor una vida en convivencia a mi lado…”y si
le ponemos comida cada día en el mismo sitio, y si un día lo
cogemos y lo metemos en casa para que vea lo que es un hogar, y si…”
. “No, Susana, la esencia de ese animal es su libertad, no está
abandonado, es salvaje… tan solo disfruta de él cuando quiera
acercarse a nosotras”.
A veces
venía cuando yo estaba en el colegio o en baile regional o con la
abuela haciendo cualquier otra cosa y no podía verle. En esas
ocasiones mamá me relataba con todo lujo de detalles, igual que
cuando me contaba mis cuentos nocturnos, el encuentro… y cada una
de esas veces me enfadaba, me ponía triste, me decepcionaba…
quizás porque siempre en el fondo tuve la inquieta esperanza de
convencerle en cada visita para que se decidiera a ser mío.
Y un día
nos fuimos del pueblo a vivir a la gran ciudad y no tuve más opción
que decirle adiós para siempre.
Puse un
último platito de comida sobre el muro, a sabiendas de que
probablemente la comerían los pájaros antes que el gato salvaje
negro azabache de inmensos ojos esmeralda. Pero cuando volví la
vista atrás cogida de la mano de mamá mientras caminaba hacia el
autobús, vi a lo lejos el reflejo verde y negro del que fue siempre
para mí mi primer gato, ese que, por más que yo lo quisiera, nunca
fue mío.